25.4.21

Bases materiales para la libertad (*)

Dice David Casassas que “en un primer momento, la libertad se construye cuando se logran erradicar de la vida social los lazos de dependencia que ponen a unos individuos a merced de otros”. Dicho de otro modo, una persona es libre cuando sus condiciones materiales le otorgan capacidad de negociación para la ejecución de sus necesidades básicas, dando origen a la concepción de la sociedad civil.

Es decir, la libertad se traduce en capacidad de elección: quien no tiene para comer, no puede decidir quedarse en su casa a la espera de que baje los casos activos.

Por ende, para que la libertad sea efectiva, es necesario que el Estado puedan garantizar a cada ciudadano los recursos materiales que garanticen su subsistencia, de forma de equiparar las asimetrías que tradicionalmente ejercen quienes tienen más sobre quienes tienen menos.

Sin embargo, en el universo ideológico del liberalismo, la libertad tradicionalmente ha sido concebida como la ausencia de interferencia del Estado en la vida privada, social y hasta económica de los individuos. Un Estado libre para el liberalismo, no será aquel que le otorga a los ciudadanos las herramientas necesarias para un pleno ejercicio de sus derechos, sino aquel que se reduce a su mínima expresión y apela a las leyes del mercado y la meritocracia, amparado en que “todos somos iguales ante la ley” y que todos nacemos con las mismas posibilidades. Si vos no lograste ser ingeniero, será que no te esforzaste lo suficiente. Poco le importará al liberal que hayas tenido que salir a trabajar a los 15 años para alimentar a tus hermanos.

Esto genera la apertura de múltiples espacios asimétricos de poder. Esta asimetría que tiene en su base un origen estatal dificulta y obstaculiza el control de los disfrutes materiales por parte del conjunto social.

En Uruguay, el presidente de la Republica Luis Lacalle Pou manifestó públicamente que encomendaba a los ciudadanos hacer un “uso responsable de su libertad” en tiempo de pandemia por COVID. Las personas deben pues sopesar sus supuestas decisiones porque podían con ellas afectar a los demás integrantes del entramado social.

En un segundo momento político/pandémico, y justo cuando las cifras de muertos y contagiados por COVID se dispararon, en conferencia de prensa el presidente responsabilizo a las personas del resultado de la pandemia. “Las medidas son buenas, el problema es la movilidad de la gente”.

Al respecto, dos cosas que decir:

1-      Para ejercer el principio de libertad de los individuos debe haber otro principio que garantice ciertas condiciones económicas que resulten en la capacidad de negociación en la esfera social y política. Nadie puede hacer un uso responsable de su libertad si está por fuera de los medios de producción que son capaces de generar las bases materiales de la libertad.

2-      Si lo que se promueve por parte del gobierno es que rija un principio de libertad individual, luego no se puede exigir que eso derive en un comportamiento de tipo colectivo, y tampoco puedo endilgarle al colectivo lo que resulte de la promoción de un derecho con tinte liberal. Dicho de otra forma: no me puedo enojar si las personas se mueven, si a esas mismas personas les acabo de decir que tienen libertad de hacerlo. Es como decirle a un niño chico que puede jugar al fútbol en el living y luego rezongarlo si lo hace.

De coherencia y cohesión nos hablan autores como Halliday y Hasan, pero debería estar claro, a estas alturas del discurso político, que lo que no conviene en las buenas no debería convenir en las malas. Si el Estado necesita que la gente no se mueva para que sus medidas sean efectivas (algo que no carecería de lógica), deberá generar las condiciones materiales para que la gente pueda quedarse en su casa sin que ello suponga morir de hambre o perder su trabajo.

Si no lo hace, y la gente en pleno ejercicio de su libertad sale a trabajar y se contagia en un 526 lleno hasta la manija, pues habrá que concluir que las medidas quizás no sean tan buenas después de todo.


(*) Dedicado a mi ex profesora Juliana Cabrera, por ser fuente constante de reflexión, y a Adriana Duarte y su grupo de amigas y compañeras que solían leer los artículos de opinión de Lengua Power, enalteciendo y validando mi profesión.